
Tú te enojas,
gritas y salivas mi rostro.
Te enojas casi siempre en la cama,
cuando nos vemos en silencio
y nos conocemos.
Te enojas y me reclamas,
te callas,
y un trozo de crudeza se hunde en tu garganta.
Me insultas tontamente,
me tomas por neurótica e infiel.
Hoy por ejemplo, te enojaste en la regadera,
sólo porque no me dejé tallar la espalda,
-es que lo haces fuerte, no eres sensible-.
Y sólo me empujaste contra la pared del baño.
Te enojas desde hace poco
y no sé por qué,
no me dejas saberlo.
Pero yo te soporto
y te calmo con besos,
con caricias,
con risitas.
Mas ya no quiero,
ya no te quiero.
Sólo te digo T. que hoy no te enojarás,
hoy no tendrás a quien culpar de tus fracasos,
de tus estúpidos errores,
del miserable sueldo.
Hoy no me verás,
no estaré en la regadera,
en las reuniones,
en el trabajo,
en la cocina,
ni en tu cama.
Ya no estaré nunca más.